viernes, 18 de septiembre de 2015

2. Alergia

Llevo unos días sin escribir: no tenía muchas novedades. El trabajo, la casa y los niños me han impedido acercarme más veces al chino y volver a ver a la simpática tendera. Bueno, en realidad, ayer mi mujer me encargó comprar pan a la vuelta del curro, y mi primer pensamiento fue acercarme a verla; pero ella insistió en que el pan debía comprarlo en el Chino Hosco, que estaba más rico.

El Chino Hosco es un chino situado delante de mi garaje, en dirección opuesta a la china del otro día. Es un local cochambroso y oscuro, como salido de un pueblo abandonado tras un holocausto zombi, donde las paredes y cristaleras están tapizados de carteles de helados de tres veranos atrás, descoloridos, y donde los personajes que promocionan el helado son actores/actrices de series ya canceladas.

El chino en cuestión se esconde en el rincón más oscuro del tenebroso local, tras un mostrador repleto de montañas de quién sabe qué, encorvado sobre un ordenador, siempre viendo con auriculares alguna telenovela o película incomprensible. Cuando le pido pan, el Chino Hosco se acerca de mala gana (a los 30 segundos), murmura algo sin mirarme a la cara, y me da el pan. Pedirle algo más complicado que "dos panes", como por ejemplo "¿tienes leche desnatada?" hace que te mire con más "hosquedad" y masculle "wan chao leche nya" o algo así, antes de volver a su rincón y a su telenovela.

Por eso ayer, a pesar de que mi mujer prefiere el pan del Hosco, pasé por delante sin detenerme y fui a comprar el pan a donde la China Que Me Tocó. Entré en la tiendita un poco nervioso, sin saber qué iba a ocurrir cuando me viera. Si es que se acordaba de mí, claro.

Estaba el marido. Me atendió amablemente, chapurreando un español bastante aceptable.

-Sí, tenemos pan, hecho ahora, cuidado quema.

Miré en torno mío por si la chica estaba por allí, mientras él metía las barras de pan en una bolsa. Finalmente, mientras ya estaba pagando, ella salió de la trastienda y fue a su marido a comentarle algo, pero se detuvo al verme. Le sonreí amablemente, intencionadamente. Ella, tímida de repente, desvió la mirada.

No pude evitar observar que tenía los ojos enrojecidos.

-Huy cómo tienes los ojos -comenté mientras me guardaba el cambio en el monedero-. ¿Conjuntivitis?
-Oh, alergia -dijo risueño el marido, mientras ella volvía a la trastienda sin mirarme-. ¡Muchas gracias, señor!

Ya había cometido ese mismo error hacía meses, haciendo el mismo comentario a una camarera del restaurante donde solía comer. Aquello no era alergia ni conjuntivitis, me dije ya en la calle, sino lágrimas.

Debí haber ido al Chino Hosco, ahora no tendría esta inquietud.

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