viernes, 2 de octubre de 2015

3. Galletas

El sábado salí a correr como tantas otras noches. Sí, soy un runner de pega, porque en seguida me canso y vuelvo andando a casa a los 3 kilómetros, pero al menos no tengo que mentir a mi doctora cuando me pregunta si "hago ejercicio regularmente". El caso es que anoche salí a correr en mi ruta habitual, y pasé por la larga calle donde La China Que Me Tocó tiene su tiendita. Mi casa está en la otra acera, pero... llámame curiosete, el caso es que quise cambiarme a la acera de la china para ver si podía verla, y si era el caso, cuál sería su estado de ánimo.

Me había acordado a veces de ella estos días, y había reflexionado lo dura que es la vida para los inmigrantes en un país lejano, especialmente si tu pareja es alguien que te pone la mano encima, y tú no dominas el idioma para desahogarte con nadie.

Había dos tumbonas colocadas en la acera, al lado de la puerta de la tienda, y ella estaba en una de ellas, mirando su móvil, con sus pies jugueteando distraídos con sus chanclas. La otra tumbona estaba vacía. Me detuve, pues, con la excusa de descansar de la carrera, y la saludé con la mano, no sin antes comprobar que el marido no estaba cerca. Se sorprendió ligeramente, pero luego me dirigió una cálida sonrisa.

-¡Hola! -dije tímidamente-, ¿tomando el fresco?
-Sí -rió ella encogiéndose de hombros y abanicándose teatralmente con la mano-, fresco, mucho calor dentro, uf, uf.
-Y -me aventuré a preguntar-, ¿estás bien?
-¡Muy bien, hee hee hee, toda muy bien, hee hee! -dijo ella igual de risueña que siempre.

Sabía que no había entendido el sentido de mi pregunta, así que adopté un tono confidencial, tras echar un rápido vistazo al interior de la tienda en busca del marido.
-Quiero decir -dije bajando un poco la voz-, si estás bien. El otro día... bueno... me pareció verte como preocupada, como...
-Oh -ella pareció entender entonces-. Todo bien. Estaba... bueno, fue difícil día. ¿Vas a comprar?

Estaba claro que no quería abordar el tema. Bueno, tanto mejor, la cosa había quedado olvidada. No podía decirle que no, así que dije que sí y entré a coger cualquier cosa que fuera necesaria para casa, unas galletas, lo que fuera. Para mi sorpresa, se levantó de la tumbona y entró conmigo. Se fue detrás de la caja mientras yo (solo, ay) buscaba una caja cualquiera de galletas de desayuno. Al ir a pagarlas me di cuenta de que, por supuesto, no llevaba dinero alguno en mi pantalón de deporte.

-Pues lo siento -dije bastante avergonzado-, siento haberte molestado. Mejor vuelvo mañana.

Ella ignoró mi excusa y metió la caja de galletas en una bolsa de plástico, que me entregó con una amplia sonrisa.

-Tú puedes pagar mañana.

Al ir a coger la bolsita nuestras manos se rozaron de nuevo, y esta vez no fue mi intención. Y para mi absoluta incredulidad, ella dejó la bolsa sobre el mostrador un instante, y se quedó con mi mano en la suya. Entrelazó sus suaves, cortos, delicados dedos con los míos, sin dejar de mirarme a los ojos, mientras mi corazón galopaba como si estuviera corriendo otra vez.

-Gracias por tú preocupar -dijo, y entonces me soltó suavemente y me entregó la bolsa. Miré, alerta, a mi alrededor, echando un ojo rápido a la trastienda.
Ella siguió mi mirada y adivinó, y se encogió de hombros despreocupada; murmuré un saludo y salí turbado de allí con mi bolsa con galletas.

Podría estar turbado por sus dulces dedos y su dulce voz, o por la explicación que iba a dar en casa cuando llegara 20 minutos tarde de mi carrera.
En realidad, me turbaba un poco más la enorme mancha de sangre que había visto en el suelo de la trastienda.
Fresca y brillante.

-Eh ¿qué tal? -me dijo mi mujer, que estaba viendo la tele, al verme llegar a casa de correr, agitado y con una caja de galletas-. Oye, tenemos cereales ya, ¿para qué compras...?
-Tengo un tirón, au -mascullé, escabulléndome al dormitorio. No estaba para dar explicaciones.

Me pasé la noche en vela.

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